El aroma a incienso invadía la
habitación, aromatizaba lentamente, la adormecía y la transportaba hacia atrás,
hacia deliciosos recuerdos. Se entremezclaba con el olor del café, que a pesar
de haber endulzado, se le antojaba amargo.
Quiso desviar el curso de su
pensamiento, sin embargo no opuso la debida resistencia y su mente empezó a
girar en un túnel de sensaciones plenas, de instantes de éxtasis y de placer, pero
también de dolor. Cerró los ojos...
Estaban juntos compartiendo un café y un cigarrillo, abandonados al
relax luego del encuentro íntimo, acurrucados y acunados por la lluvia que no cesaba
de caer. Ella habría conservado su rictus de satisfacción y bienestar si no
hubiera sonado impertinente el celular de Esteban, diluyendo la magia del
momento. Si bien ambos habían convenido en no permitir interrupciones externas
en esos espaciados encuentros, y aunque ella le decía a Esteban sin palabras
que no atendiera, se produjo un quiebre que le hizo anticipar el final ni bien
él oprimió la tecla de “aceptar llamada”.
Abrió los ojos. La ceniza hizo
equilibrio unos minutos sobre el extremo del incienso, luego cayó deshaciéndose
bajo su propio peso, salpicando el platito dispuesto en su base. A esa altura,
ya el sopor se había adueñado totalmente de ella, dándole una nueva perspectiva
de los acontecimientos.
Pese a eso, no podía dejar de girar hacia atrás mientras sus sensaciones se
impregnaban de las cenizas perfumadas que caían, que caían y la hipnotizaban,
en tanto que el café se enfriaba, indiferente.
“-Señor,
venga urgente para la clínica. Su esposa acaba de tener un accidente”.
El mensaje recibido, que él repetía
sin cesar en voz alta, la había dejado estupefacta sobre la cama. Solo atinó a
ver cómo él apagaba su cigarrillo y con apuro se ponía el impermeable sin
mirarla siquiera. Ella había esperado mucho tiempo un milagro o al menos que Esteban
cumpliera su promesa, pero la realidad cayó como un aullido implacable e impiadoso, ensordeciendo
el murmullo de
la lluvia.
Entonces ella lo supo: Esteban nunca
abandonaría a su esposa, hacia quien corría velozmente vestido con las prendas
de la culpa, olvidado ya de esa noche de hotel.
Y allí quedaron el café frío y el incienso despidiendo un humo volátil, pasajero, tan sutil y efímero como ella en la vida de Esteban.
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