Sentado ante la máquina de
escribir, entumecido su cuerpo por largas horas de concentración en aquella
tarea, arrancaba la página mal hecha por décima vez y la arrojaba al papelero.
Su inspiración de poeta, otras veces productiva y rica, se había disipado y
sentía una extraña insatisfacción interior.
Se quitó los
anteojos y, mesándose los cabellos con impaciencia, se acercó a la ventana
mirando sin ver, escuchando sin oír, perdido en una maraña de pensamientos
inconsistentes. Su vocación literaria, que hubiera sentido tan fuerte, parecía
evaporarse y lo hacía tambalear y preguntarse si no había equivocado el rumbo.
Tal vez ...
Su distracción de pronto se transformó en un fruncir de
cejas y en el enfoque de sus ojos mareados hacia la esquina de la cuadra. Las
hojas secas habían cubierto la acera, pero algunas jugueteaban con el viento y,
elevándose en el aire y formando pequeños remolinos, volvían a caer sin un
orden preciso. Y justamente debajo del colchón de hojas asomaba una forma
incierta, oscura, palpitante.
El poeta estaba intrigado. Su mirada distraída se
convirtió en escrutadora y trataba de adivinar que sería aquello. Bajó la
escalera hasta la vereda en cuestión, con pasos lentos pero seguros. Una ráfaga
de viento lo envolvió y, al elevarse, se llevó consigo a las hojas quebradizas
que tapizaban ese sector y las trasladó a otro tramo.
Pisoteado por los caminantes indiferentes, polvoriento y
desgarrado, herido y sufriente, se hallaba el corazón. El poeta se sintió
descompuesto y tuvo que sostenerse con firmeza de un poste. Los transeúntes
seguían pasando por allí, mirándolo extrañados pero sin interés en
comprometerse con ese hombrecito desgreñado y tembloroso.
Y, repentinamente, pasó un rayo de luz por la cabeza del
poeta, y comprendió que sólo él podía ver ese corazón moribundo, verlo y
sentirlo. Lo llevó consigo, abrigándolo entre sus ropas, y colocándolo después,
en el calor de su hogar, sobre un almohadón mullido y suave. El hombre quería
saber a quién pertenecía pero creía que eso no era primordial todavía. La
prioridad era sanarlo.
La tristeza anidada en su alma le produjo una súbita
necesidad de crear una poesía, y las palabras brotaron como lágrimas inundando
el papel, vaciando su espíritu lentamente. Al terminar su poema, se sintió en
paz. Los versos escritos habían sido inspirados en algún lejano rincón de su
alma, desconocido por la melancolía que destilaba. Pero eran suyos, y
escribirlos había representado para él una terapia.
El corazón tumbado y silencioso había empezado a
recuperar su esperanza, y las grietas se iban cerrando, su palpitar se hacía
casi sonoro... Pero el poeta no podía ya verlo, porque su tarea de escribir lo
absorbía por completo.
Cuando concluyó su poesía, miró agradecido hacia el sitio
de honor donde descansaba el fatigado corazón, pero ya no estaba allí. Había
regresado a su verdadero cobijo, había vuelto al pecho que lo apresaría con
amor, ya recompuesto y vigoroso, para dedicar a la vida las palabras que
brotaban de él, como parte de su esencia misma, como un mágico misterio.
1 comentario:
¡Muy bueno!
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