miércoles, 25 de enero de 2017

CORAZÓN HERIDO

Sentado ante la máquina de escribir, entumecido su cuerpo por largas horas de concentración en aquella tarea, arrancaba la página mal hecha por décima vez y la arrojaba al papelero. Su inspiración de poeta, otras veces productiva y rica, se había disipado y sentía una extraña insatisfacción interior.

Se quitó los anteojos y, mesándose los cabellos con impaciencia, se acercó a la ventana mirando sin ver, escuchando sin oír, perdido en una maraña de pensamientos inconsistentes. Su vocación literaria, que hubiera sentido tan fuerte, parecía evaporarse y lo hacía tambalear y preguntarse si no había equivocado el rumbo. Tal vez ...

Su distracción de pronto se transformó en un fruncir de cejas y en el enfoque de sus ojos mareados hacia la esquina de la cuadra. Las hojas secas habían cubierto la acera, pero algunas jugueteaban con el viento y, elevándose en el aire y formando pequeños remolinos, volvían a caer sin un orden preciso. Y justamente debajo del colchón de hojas asomaba una forma incierta, oscura, palpitante.

El poeta estaba intrigado. Su mirada distraída se convirtió en escrutadora y trataba de adivinar que sería aquello. Bajó la escalera hasta la vereda en cuestión, con pasos lentos pero seguros. Una ráfaga de viento lo envolvió y, al elevarse, se llevó consigo a las hojas quebradizas que tapizaban ese sector y las trasladó a otro tramo.

Pisoteado por los caminantes indiferentes, polvoriento y desgarrado, herido y sufriente, se hallaba el corazón. El poeta se sintió descompuesto y tuvo que sostenerse con firmeza de un poste. Los transeúntes seguían pasando por allí, mirándolo extrañados pero sin interés en comprometerse con ese hombrecito desgreñado y tembloroso.

Y, repentinamente, pasó un rayo de luz por la cabeza del poeta, y comprendió que sólo él podía ver ese corazón moribundo, verlo y sentirlo. Lo llevó consigo, abrigándolo entre sus ropas, y colocándolo después, en el calor de su hogar, sobre un almohadón mullido y suave. El hombre quería saber a quién pertenecía pero creía que eso no era primordial todavía. La prioridad era sanarlo.

La tristeza anidada en su alma le produjo una súbita necesidad de crear una poesía, y las palabras brotaron como lágrimas inundando el papel, vaciando su espíritu lentamente. Al terminar su poema, se sintió en paz. Los versos escritos habían sido inspirados en algún lejano rincón de su alma, desconocido por la melancolía que destilaba. Pero eran suyos, y escribirlos había representado para él una terapia.

El corazón tumbado y silencioso había empezado a recuperar su esperanza, y las grietas se iban cerrando, su palpitar se hacía casi sonoro... Pero el poeta no podía ya verlo, porque su tarea de escribir lo absorbía por completo.

Cuando concluyó su poesía, miró agradecido hacia el sitio de honor donde descansaba el fatigado corazón, pero ya no estaba allí. Había regresado a su verdadero cobijo, había vuelto al pecho que lo apresaría con amor, ya recompuesto y vigoroso, para dedicar a la vida las palabras que brotaban de él, como parte de su esencia misma, como un mágico misterio.